Nuestra natural e inevitable preferencia por los paisajes rebosantes de verdor y aguas cristalinas – un hecho que el ecólogo F. González Bernáldez denominó fitohidrofilia – nos impulsa a infravalorar, incluso ignorar, toda otra manifestación paisajística que no encaje en este modelo. Es por ello que tendemos a considerar nuestros “páramos” como entornos estériles y yermos, desprovistos de encanto y de vida, creyendo que la actividad humana incontrolada – incendios, talas, agricultura y ganadería intensivas – es la responsable última, y única, de la existencia de estas superficies desarboladas.
Sin embargo, la cuestión es bastante más compleja. Si bien es verdad que durante siglos la mano del hombre ha colaborado al establecimiento de vastas áreas deforestadas, el origen de los páramos ibéricos y estepas europeas se debe, en gran medida, a otras causas naturales anteriores a la aparición de las poblaciones sedentarias humanas. Factores geológicos, geográficos y, sobre todo, las condiciones climáticas y edáficas locales, son los que determinan qué tipo de vegetación va a prosperar en un área concreta. Gracias a la investigación del polen fósil, hoy sabemos que, al menos en Europa, estos grandes espacios abiertos ya existían a finales del Mioceno – hace siete millones de años –, y “han sobrevivido” en muchos puntos de nuestras latitudes a lo largo del Plioceno y Cuaternario. En función de las condiciones climáticas, estas áreas de vegetación esteparia pueden alternarse temporalmente con bosques de coníferas y caducifolios, o bien pueden permanecer casi inalteradas durante miles o decenas de miles de años, si persisten las condiciones hostiles para el desarrollo forestal. Se trata, por tanto, de espacios seminaturales que, obviamente, no tienen nada de yermos o estériles. Todo lo contrario. A diferencia de las mal llamadas “estepas cerealistas”, las parameras castellano-leonesas, casi siempre con una altitud de entre 900 y 1.400 metros, exhiben ricas comunidades botánicas y faunísticas poseedoras de una significativa diversidad. En nuestro caso, incluso áreas tan cercanas, y más o menos conectadas entre sí, como las de Masa, Amaya y la Lora, presentan, al menos en lo botánico, sutiles diferencias que confieren singularidad a cada una de ellas.
La Lora burgalesa alberga una flora variada y original que reúne 515 especies de plantas vasculares inventariadas por el momento. Se trata, por lo tanto, de una zona de notable diversidad florística y, aunque pueda parecer extraño, también paisajística. En primavera, el páramo “yermo” monocromo de finales de invierno da paso a un paisaje pleno de color donde destacan el amarillo vivo de las genistas o argomas, y el blanco del lino rastrero y los gamones. Al mismo tiempo, en las cárcavas y laderas abarrancadas prosperan encinares y robledales, e, incluso, hayedos de cierta extensión en las cercanías de Ayoluengo y de la Lorilla, más al norte.
En este territorio existen 6 especies botánicas protegidas (Decreto de Protección de Flora 63/2007 de CyL), 40 endemismos ibéricos, y 23 especies de orquídeas confirmadas en el término de Sargentes de la Lora, 19 de las cuales son taxones de vocación paramera. En ciertas áreas privilegiadas – de no más de 6 o 7 hectáreas – encontramos una rica representación de todas ellas. Son superficies del páramo de gran diversidad florística, donde crecen hasta 150 o 160 especies de flora vascular. Todo un lujo que nos invita – prácticamente nos obliga – a divulgar, y por supuesto proteger, este extraordinario patrimonio vegetal, casi inadvertido hasta el momento.